La supresión del peaje del Huerna o, al menos, su posible reducción se ha propuesto recientemente como una medida destinada a mejorar la economía Asturiana. El aspecto más curioso del debate es la ausencia total de opiniones críticas derivadas de un análisis detallado de todas las implicaciones de la propuesta. Los detalles financieros de la supresión del peaje no han sido explicados con detalle. La empresa concesionaria ha mencionado en alguna ocasión la cifra de 1300 millones de euros de coste para la eliminación del peaje. Adicionalmente, habría que hacerse cargo del mantenimiento de una compleja infraestructura viaria de alta montaña. En este sentido, los gastos de explotación fueron de casi 17 millones de euros en el ejercicio económico de 2003 según refleja la cuenta de Pérdidas y Ganancias de AUCALSA. Desde febrero de 2006, el proceso de rebaja y futura supresión de peaje se ha concretado en una rebaja sustancial de éste para vehículos pesados.
En este breve artículo voy a intentar aportar a este debate algunos elementos técnicos, derivados del análisis económico del problema, que conducen a una visión menos favorable sobre el “rescate”. Entre estos elementos técnicos se encuentran un somero análisis de quien recibe los beneficios del “rescate” pero también de quien soporta sus costes, los posibles efectos del “rescate” sobre la congestión, el papel del peaje en el bienestar de ciertos grupos de ciudadanos y la compatibilidad de la medida con las nuevas tendencias en la ordenación del transporte por carretera.
El rescate del peaje puede concretarse en tres opciones distintas: eliminación del peaje, reducción del peaje para todos los usuarios o reducción del peaje para algunos grupos de usuarios. La eliminación del peaje no es una medida que beneficie a todo el mundo sino que puede tener ganadores y perdedores. Es evidente, que la supresión del peaje no hará que la autopista sea gratuita sino que dejará de ser pagada por los usuarios para pasar a ser costeada por los contribuyentes a través de un aumento de impuestos o conducirá a la reducción de otros servicios de que disfrutaban con anterioridad. Por tanto, si los costes del rescate que se repercuten a los contribuyentes son menores que el peaje en vigor, los usuarios actuales de la autopista constituyen el primer grupo de beneficiados por la medida. El efecto del “rescate” en los no usuarios es bastante más complicado. Sin embargo, es posible identificar grupos de damnificados. Están compuestos por personas que, por diversas razones, no van a usar en ningún momento la autopista. Para estas personas, el incremento de impuestos o reducción de servicios públicos asociados al “rescate” supera con toda probabilidad a los beneficios y la medida es negativa para ellos. Puesto que es posible identificar grupos de contribuyentes que pierden con el “rescate” es sorprendente que sus intereses nunca se tengan en cuenta en el debate. Un elemento adicional es que el aumento de tráfico tras el rescate puede aumentar la congestión de la vía reduciendo las ganancias de los nuevos y actuales usuarios.
La segunda forma de cumplir con la promesa del “rescate” es la reducción del peaje para todos los usuarios. Una cuestión raramente mencionada es que las reducciones en el peaje pueden aumentar el bienestar de los usuarios sin hacer pagar a los no usuarios y sin reducir los ingresos de la empresa concesionaria. Cualquiera que conduzca desde Madrid al Mediterráneo puede tener dos experiencias diametralmente opuestas. Por un lado, el atasco casi permanente en las autovías A3 y A4 en las inmediaciones de Madrid y, por otro, la sensación de ser el único usuario de las autopistas de peaje R3 y R4 que discurren paralelas a éstas. En estas circunstancias, una pequeña bajada del peaje haría que algún vehículo abandonase la autovía congestionada y optase por la autopista de peaje. La congestión mejoraría un poco, el individuo que hace el cambio mejora y los usuarios de la autopista de peaje no lo notan porque va casi vacía. Finalmente, la empresa concesionaria recaudaría un poco menos por cada usuario pero tendría más usuarios. Por tanto, el efecto sobre los ingresos de la autopista no sería necesariamente negativo. La idea se resume así: pueden existir reducciones en el peaje que mejoren a los usuarios de la autopista sin reducir los ingresos de la empresa que gestiona la autopista. En estas circunstancias, podría no ser necesario compensar a la empresa por la reducción del peaje. El cálculo del nivel de peaje óptimo que puede producir estos resultados no es sencillo pero es factible.
La última concreción del “rescate” puede ser una reducción del peaje para ciertos grupos de usuarios. Este parece ser el camino emprendido con la medida adoptada en febrero de 2006. Por un lado, esta rebaja del peaje puede ser un caso particular de la rebaja generalizada discutida anteriormente. Por otra parte, este enfoque puede estar relacionado con la preocupación sobre el efecto del peaje en las personas con menos recursos o en un sector productivo, por ejemplo, el transporte por carretera. En el caso de las personas con menos recursos, la preocupación es legítima pero aparece en un momento y lugar extraño. Una persona compra un vehículo y paga unos impuestos elevados, hace frente a sus innumerables gastos, llena el depósito de combustible con sus correspondientes impuestos y llega, por fin, al peaje. En este momento, aparece la preocupación por la situación económica del conductor. Es evidente que antes de llegar al peaje ha habido múltiples oportunidades de reducir impuestos para ayudar a esa persona. En el caso de los transportistas el argumento es el mismo pero, además, no queda claro cuáles son los problemas del grupo al que se trata de favorecer y en que medida la eliminación del peaje contribuye a resolverlos. Simplemente, se les hace una transferencia de recursos que, por supuesto, no rechazan.
Los argumentos a favor de la supresión del peaje parecen moverse en un ámbito distinto del que se ha estudiado en este artículo. Por ejemplo, uno de los argumentos a favor de la supresión del peaje es el de la equidad territorial. La idea es que no es justo que algunas Comunidades tengan vías de alta capacidad gratuitas y otras no. Sin embargo, la lógica del argumento puede volverse en contra de Asturias. Si se llega a aplicar, es de esperar que desencadene una serie de peticiones en cascada por las Comunidades que tengan menos dotación de cualquier otro servicio público subvencionado por el estado. Por tanto, parece que la aplicación de este criterio llevaría a la igualdad del gasto público entre regiones (ponderado por el número de habitantes o algún criterio similar). Esto podría hacer que las peticiones asturianas de aumentar la dotación de infraestructuras sin peaje se viesen limitadas por la cuantía actual de gasto público por habitante. Por tanto, estos temas tienen que ser pensados en un contexto de recursos escasos con usos alternativos, no en un mundo imaginario dónde todas las peticiones pueden ser atendidas sin dificultad.
Adivinar el futuro es una actividad arriesgada. No obstante, no es descabellado pensar que la igualación entre zonas geográficas se produzca por una extensión de los peajes en vez de por la supresión de éstos. La reducción de la congestión de tráfico requerirá un pequeño peaje en cada zona de carretera congestionada cuya cuantía puede depender del día y la hora. La evidencia más cercana a esta tendencia la tenemos en el pago por aparcar en la calle. En poco más de una década hemos pasado de la polémica por el pago por estacionar en zonas urbanas a apreciar sus ventajas y, prácticamente, obviar sus inconvenientes. El pago por el aparcamiento tiene un aspecto positivo: fuerza al conductor a pensar si realmente necesita llevar el coche a ese punto, por cuánto tiempo y cuáles son sus alternativas. Como consecuencia, incrementa la probabilidad de encontrar un aparcamiento cuando se necesita y reduce el gasto de tiempo y combustible para aparcar.
El análisis anterior coloca a la reducción del peaje como la mejor manera de abordar la promesa electoral del “rescate”. De hecho, para algunas reducciones de peaje no sería necesario compensar a la empresa que gestiona la autopista. La reducción de peaje a un grupo concreto de usuarios es razonable como caso particular del anterior pero suscita dudas sobre su efectividad como política industrial o de rentas. La peor opción parece ser la eliminación total del peaje. En primer lugar, es difícil defender el traslado de costes de usuarios a no usuarios que la medida provoca. En segundo lugar, aunque esto es dudoso a corto plazo en el caso de la autopista del Huerna, puede tener efectos adversos sobre la congestión. Por último, es una medida que ignora las tendencias más recientes y el futuro de la gestión del tráfico. A pesar de las lógicas reticencias, los habitantes de Londres han logrado alguna mejora en la circulación en el centro de la ciudad con el establecimiento de un peaje. Este todavía modesto ejemplo sugiere que, en unos años, los peajes en las carreteras más congestionadas pueden ser aceptados con tanta naturalidad como los parquímetros en la ciudad.
En este breve artículo voy a intentar aportar a este debate algunos elementos técnicos, derivados del análisis económico del problema, que conducen a una visión menos favorable sobre el “rescate”. Entre estos elementos técnicos se encuentran un somero análisis de quien recibe los beneficios del “rescate” pero también de quien soporta sus costes, los posibles efectos del “rescate” sobre la congestión, el papel del peaje en el bienestar de ciertos grupos de ciudadanos y la compatibilidad de la medida con las nuevas tendencias en la ordenación del transporte por carretera.
El rescate del peaje puede concretarse en tres opciones distintas: eliminación del peaje, reducción del peaje para todos los usuarios o reducción del peaje para algunos grupos de usuarios. La eliminación del peaje no es una medida que beneficie a todo el mundo sino que puede tener ganadores y perdedores. Es evidente, que la supresión del peaje no hará que la autopista sea gratuita sino que dejará de ser pagada por los usuarios para pasar a ser costeada por los contribuyentes a través de un aumento de impuestos o conducirá a la reducción de otros servicios de que disfrutaban con anterioridad. Por tanto, si los costes del rescate que se repercuten a los contribuyentes son menores que el peaje en vigor, los usuarios actuales de la autopista constituyen el primer grupo de beneficiados por la medida. El efecto del “rescate” en los no usuarios es bastante más complicado. Sin embargo, es posible identificar grupos de damnificados. Están compuestos por personas que, por diversas razones, no van a usar en ningún momento la autopista. Para estas personas, el incremento de impuestos o reducción de servicios públicos asociados al “rescate” supera con toda probabilidad a los beneficios y la medida es negativa para ellos. Puesto que es posible identificar grupos de contribuyentes que pierden con el “rescate” es sorprendente que sus intereses nunca se tengan en cuenta en el debate. Un elemento adicional es que el aumento de tráfico tras el rescate puede aumentar la congestión de la vía reduciendo las ganancias de los nuevos y actuales usuarios.
La segunda forma de cumplir con la promesa del “rescate” es la reducción del peaje para todos los usuarios. Una cuestión raramente mencionada es que las reducciones en el peaje pueden aumentar el bienestar de los usuarios sin hacer pagar a los no usuarios y sin reducir los ingresos de la empresa concesionaria. Cualquiera que conduzca desde Madrid al Mediterráneo puede tener dos experiencias diametralmente opuestas. Por un lado, el atasco casi permanente en las autovías A3 y A4 en las inmediaciones de Madrid y, por otro, la sensación de ser el único usuario de las autopistas de peaje R3 y R4 que discurren paralelas a éstas. En estas circunstancias, una pequeña bajada del peaje haría que algún vehículo abandonase la autovía congestionada y optase por la autopista de peaje. La congestión mejoraría un poco, el individuo que hace el cambio mejora y los usuarios de la autopista de peaje no lo notan porque va casi vacía. Finalmente, la empresa concesionaria recaudaría un poco menos por cada usuario pero tendría más usuarios. Por tanto, el efecto sobre los ingresos de la autopista no sería necesariamente negativo. La idea se resume así: pueden existir reducciones en el peaje que mejoren a los usuarios de la autopista sin reducir los ingresos de la empresa que gestiona la autopista. En estas circunstancias, podría no ser necesario compensar a la empresa por la reducción del peaje. El cálculo del nivel de peaje óptimo que puede producir estos resultados no es sencillo pero es factible.
La última concreción del “rescate” puede ser una reducción del peaje para ciertos grupos de usuarios. Este parece ser el camino emprendido con la medida adoptada en febrero de 2006. Por un lado, esta rebaja del peaje puede ser un caso particular de la rebaja generalizada discutida anteriormente. Por otra parte, este enfoque puede estar relacionado con la preocupación sobre el efecto del peaje en las personas con menos recursos o en un sector productivo, por ejemplo, el transporte por carretera. En el caso de las personas con menos recursos, la preocupación es legítima pero aparece en un momento y lugar extraño. Una persona compra un vehículo y paga unos impuestos elevados, hace frente a sus innumerables gastos, llena el depósito de combustible con sus correspondientes impuestos y llega, por fin, al peaje. En este momento, aparece la preocupación por la situación económica del conductor. Es evidente que antes de llegar al peaje ha habido múltiples oportunidades de reducir impuestos para ayudar a esa persona. En el caso de los transportistas el argumento es el mismo pero, además, no queda claro cuáles son los problemas del grupo al que se trata de favorecer y en que medida la eliminación del peaje contribuye a resolverlos. Simplemente, se les hace una transferencia de recursos que, por supuesto, no rechazan.
Los argumentos a favor de la supresión del peaje parecen moverse en un ámbito distinto del que se ha estudiado en este artículo. Por ejemplo, uno de los argumentos a favor de la supresión del peaje es el de la equidad territorial. La idea es que no es justo que algunas Comunidades tengan vías de alta capacidad gratuitas y otras no. Sin embargo, la lógica del argumento puede volverse en contra de Asturias. Si se llega a aplicar, es de esperar que desencadene una serie de peticiones en cascada por las Comunidades que tengan menos dotación de cualquier otro servicio público subvencionado por el estado. Por tanto, parece que la aplicación de este criterio llevaría a la igualdad del gasto público entre regiones (ponderado por el número de habitantes o algún criterio similar). Esto podría hacer que las peticiones asturianas de aumentar la dotación de infraestructuras sin peaje se viesen limitadas por la cuantía actual de gasto público por habitante. Por tanto, estos temas tienen que ser pensados en un contexto de recursos escasos con usos alternativos, no en un mundo imaginario dónde todas las peticiones pueden ser atendidas sin dificultad.
Adivinar el futuro es una actividad arriesgada. No obstante, no es descabellado pensar que la igualación entre zonas geográficas se produzca por una extensión de los peajes en vez de por la supresión de éstos. La reducción de la congestión de tráfico requerirá un pequeño peaje en cada zona de carretera congestionada cuya cuantía puede depender del día y la hora. La evidencia más cercana a esta tendencia la tenemos en el pago por aparcar en la calle. En poco más de una década hemos pasado de la polémica por el pago por estacionar en zonas urbanas a apreciar sus ventajas y, prácticamente, obviar sus inconvenientes. El pago por el aparcamiento tiene un aspecto positivo: fuerza al conductor a pensar si realmente necesita llevar el coche a ese punto, por cuánto tiempo y cuáles son sus alternativas. Como consecuencia, incrementa la probabilidad de encontrar un aparcamiento cuando se necesita y reduce el gasto de tiempo y combustible para aparcar.
El análisis anterior coloca a la reducción del peaje como la mejor manera de abordar la promesa electoral del “rescate”. De hecho, para algunas reducciones de peaje no sería necesario compensar a la empresa que gestiona la autopista. La reducción de peaje a un grupo concreto de usuarios es razonable como caso particular del anterior pero suscita dudas sobre su efectividad como política industrial o de rentas. La peor opción parece ser la eliminación total del peaje. En primer lugar, es difícil defender el traslado de costes de usuarios a no usuarios que la medida provoca. En segundo lugar, aunque esto es dudoso a corto plazo en el caso de la autopista del Huerna, puede tener efectos adversos sobre la congestión. Por último, es una medida que ignora las tendencias más recientes y el futuro de la gestión del tráfico. A pesar de las lógicas reticencias, los habitantes de Londres han logrado alguna mejora en la circulación en el centro de la ciudad con el establecimiento de un peaje. Este todavía modesto ejemplo sugiere que, en unos años, los peajes en las carreteras más congestionadas pueden ser aceptados con tanta naturalidad como los parquímetros en la ciudad.
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